En lo alto de una
colina, junto a un caudaloso, largo y profundo rio, había un castillo
fortificado.
En ese castillo
vivía un guerrero que no tenía miedo de nada. Su mujer, bella como un árbol
florido, poseía un don muy especial. Gracias a ella, su marido volvía siempre
victorioso de las expediciones que emprendía tanto por lugares próximos como
muy lejanos.
Sucedía siempre de
la misma manera. El guerrero ensillaba su caballo y partía antes del amanecer,
aún cuando la neblina y la oscuridad dominaban el lugar. En cuanto él
desaparecía por los portones de la fortaleza, la mujer subía la torre del
castillo y abría la ventana desde donde avistaba toda la región. Ella extendía
sus delicadas manos fuera de la ventana, en la misma dirección y siguiendo el
camino por donde el marido cabalgaba. En ese instante, poderosos rayos de luz
brotaban de sus dedos finos aclarando la carretera para que el marido pudiera
viajar con seguridad.
Durante todo el
día recorría diversas aldeas, luchando y robando los bienes de todos los que
derrotaba en sus andanzas. Después volvía disparado para casa apareciendo al pie de la colina ya de noche y casi siempre
perseguido por valerosos enemigos. No obstante nunca lo alcanzaban, ya que la
mujer lo esperaba sentada en la misma ventana de la altísima torre. En cuanto
lo veía en el camino, le enviaba, a través de sus manos, un puente de luz por
encima del río, iluminándolo enérgicamente para que su marido pasase. En cuanto,
él atravesaba y llegaba a la otra orilla, ella retiraba las manos rápidamente. Entonces,
la más negra oscuridad se apoderaba de aquel lugar de modo que los enemigos
quedaban completamente desorientados y acababan desistiendo de la persecución.
Así protegido y guiado, el guerrero del castillo de lo alto
de la colina, nunca había sufrido una derrota. El tiempo fue pasando, y él,
cada vez más convencido de ser el hombre más poderoso de aquellas tierras, se
enorgullecía de sus hechos y decía que era invencible. Un día invitó a varias
personas a un gran banquete y, mientras celebraban, él comenzó a vanagloriarse:
-Yo siempre atravieso
el río trayendo conmigo muchos animales, y mis perseguidores no consiguen
alcanzarme. Aún no ha nacido hombre que pueda vencerme.
La mujer lo escuchó por un tiempo, contrariada, antes de
decir dulcemente:
-Pero no creerás que
haces todo eso sin ayuda de nadie.
El marido la miró, indignado, reprobando su intervención.
-Que yo sepa, cuando
voy a cazar, no llevo a nadie conmigo. Mientras tu pasas el día tranquila
dentro del castillo, soy yo quien me arriesgo, enfrentando emboscadas y quien teniendo
que luchar con quien aparece en el camino, sea hombre o animal. Creo que
deberías pensar en lo que dices antes de abrir la boca para no tener que
arrepentirte después.
La mujer permaneció en silencio por algún tiempo, después se
levantó y, antes de retirarse del gran salón, dijo con tristeza:
-Estás completamente
dominado por el orgullo y por la vanidad. Me avergüenzo de ti en ese estado.
El marido se puso
furioso. Le respondió que no precisaba de ella para nada y que iba a probar lo
que estaba diciendo. En cuanto los invitados se fueron, él monto en su caballo
y dejó el castillo sin despedirse de la mujer.
Por primera vez,
la ventana de la torre no se abrió mientras él recorría las brumosas llanuras.
Y por primera vez, su expedición se topó con obstáculos superiores a los que él
podía vencer.
Después de varios
días infructíferos, vagando por las aldeas y habiendo saqueado una insignificante
carga, el guerrero pensó en que mejor sería volver a casa. Aun intentó robar
alguna cosa en el camino, pero se sentía tan desafortunado, tan confuso por las
sucesivas derrotas, que no luchó con la acostumbrada audacia y acabó teniendo
que huir con las manos vacías y varios enemigos tras sus pasos.
Mientras tanto, su
mujer permaneció sentada delante de la ventana cerrada en lo alto de la torre,
atenta en la oscuridad. Ella sólo se levantaba para comer alguna cosa ligera
una vez por día, o para dormitar un poco cuando el sueño se apoderaba de ella.
En una noche
tenebrosa, en el silencio de la habitación ella escuchó la voz del marido
llamándola. La aflicción que sentía se pegaba a las puntas de sus dedos unidos
e inmóviles sobre las rodillas. Ella sabía que no debía atender el pedido de
socorro, incluso aunque su corazón en la garganta, dentro del pecho, le pidiese
lo contrario. A fin de cuentas, él había dicho que demostraría ser un notable
guerrero, y por eso era necesario que él lo hiciera todo solo.
Angustiada, ella
esperó hasta dejar de oír la voz del marido. A parte del rumor constante de las
aguas del río, no se escuchaba ya nada más. Así continuó esperando, queriendo distinguir
herraduras de caballo resonando en el patio del castillo o el sonido duro de
las botas del marido subiendo por la escalinata. En vano permaneció acechando
casi toda la noche, hasta que no pudo contenerse más y abrió la ventana.
Extendiendo sus manos, barrió toda la región bajo del castillo, con sus antorchas
de luz, poderosos como siempre, aunque ahora brotaban de sus dedos temblorosos.
Rastreo la planicie, las orillas del rio, la ladera de la colina, las murallas
del castillo. No encontró ningún vestigio del guerrero.
Recomenzó otra
vez, con movimientos mas lentos y precisos, hasta que el foco luminoso se
detuvo sobre un bulto postrado sobre una roca, junto al río. Poco después,
cuando llegó despavorida a aquel lugar con los cabellos desaliñados y la
respiración entrecortada de tanto correr como loca entre las piedras, reconoció
la capa negra del marido. Rota y mojada, con ella cubría el cuerpo del guerrero
inerte sobre la piedra. La mujer se quedó inmóvil con las manos sobre la cabeza
del hombre muerto, envuelta por el dulce murmullo del rio, extrañamente calmado
al nacer el sol.
Después, de
enterrar a su marido en aquel mismo lugar, lloro desconsoladamente sobre el sepulcro,
completamente entregada a su dolor. Una semana entera duró su solitaria
vigilia. Hasta que vio a lo lejos un caballero que se aproximaba. El joven
sonriente, que se bajó del caballo y se acerco a ella, era guapo y fuerte.
-¿Qué hace una mujer
tan desolada y sola en este lugar desierto?-pregunto él
La mujer de las
manos de luz respondió que nadie podía hacer nada por ella y que debía irse.
El hombre se monto nuevamente en su
caballo y le dijo que volvería pronto. Que durante el tiempo de su ausencia,
ella podría cambiar de opinión, y quien sabe si incluso confiar en él y
contarle por qué estaba tan triste.
Mientras él cabalgaba
río adentro, en la dirección de la otra orilla, la mujer se asusto y pensó que
seguro que iba a ahogarse. Sin embargo, llevando el caballo con gran habilidad
dentro de las aguas turbulentas, él apareció pronto sano y salvo desde la otra
orilla del río.
Ese hombre es de hecho muy audaz, necesito
poner a prueba su valor, pensó la mujer junto al sepulcro de su marido.
Por primera vez,
después de tanto sufrimiento, ella se reanimo e invoco los poderes de la Señora
de las Aguas. Levantándose, con las manos extendidas hacia el cielo, ella dijo:
Le pido, reina poderosa, que esconda el
sol detrás de las nubes y que una gran tormenta vuelva al rio furioso, que sus
aguas invadan la tierra con olas gigantescas, que rayos y truenos sacudan los
árboles, que el día se torne en noche tenebrosa como si fuese el fin del mundo.
Su pedio fue
atendido. Tal vez la temible diosa de los mares y de los ríos comprendiera y
concordara con las razones de la mujer que la llamaba desde el fondo de su corazón.
Tumbada en la hierba, sacudida por la avasalladora tempestad, la mujer de las manos de luz
percibió que un caballo venía galopando en su dirección. Cuando se levanto pudo
ver de nuevo al caballero que acababa de conocer.
-¿Como puedes volver y
arriesgarte a ser tragado por las aguas revueltas del rio?, pregunto ella
muy asustada.
-Porque no podía
dejarte sola en esta loca tempestad, respondió él.
Ella no supo que
decir y finalmente sonrió, con una satisfacción que apenas brotaba tímidamente
en su pecho herido. El caballero la envolvió con su manto y, en el momento en
que los dos se sentaron juntos y acurrucados sobre una piedra lisa, los poderes
de la Señora de las Aguas se hicieron presentes otra vez, serenando el tiempo incluso
antes de que las palabras pudieran relatarlo. La tempestad cesó, el rio siguió
su rumbo mansamente, las aguas brillaron a la luz del sol que surgió de repente
en lo alto del cielo azul. La tierra verde respiraba húmeda, exhalando un
delicioso aroma de vida.
-El hombre que está
enterrado en este sepulcro era mi marido, dijo la mujer, Y nosotros nos amábamos.
-Te engañas, replico
el joven caballero. –El no te amaba, él
amaba sólo a si mismo. Toda la tierra a nuestro alrededor está verde y cubierta
de flores, menos este sepulcro que permanece seco, con la tierra dura e inerte,
sin florecer. Este sepulcro permanecerá así, estéril, para que las personas que
sólo se aman a si mismas, se sientan avergonzadas al pasar por aquí.
La mujer de manos luminosas miro al
cielo y agradeció en silencio a la diosa. El joven caballero la miro con ojos
de ternura y le extendió la mano. Al tomarla, la mujer sonrió y se puso en pie.
Tuvo la respuesta que buscaba cuando su mano se dejó envolver por el calor de
aquella mano valerosa, que, con un gesto firme, le devolvió en un solo
instante, el sentido de seguir viva.
(Cuento caucasiano encontrado en lengua portuguesa en un libro de Regina Machado proveniente del árbol de los tesoros de Henri
Gougaud. Traducido por Elena Vecino)